ADRAR TOUBKAL, EL TECHO DE MARRUECOS.
Aritz Franko // @zepekenho7
El cielo se tornaba de un color entre rosáceo y anaranjado, iba llegando la hora y nosotros estábamos allí para contemplar uno de los amaneceres más espectaculares que hayamos visto. Tocamos la señal de hierro con forma de triángulo que indica la llegada. Nos fundimos en un fuerte abrazo, silencioso pero con un gran significado.
Eran las 4:45 de la mañana. Fue una noche de poco dormir por las horas que eran y los continuos ruidos en las habitaciones. En plena oscuridad nos disponíamos a afrontar la ascensión al Toubkal, el techo marroquí con 4.167 metros de altitud sobre el nivel del mar.
Algo somnolientos aún, abandonamos el refugio junto a Ismail, nuestro guía. Un joven lugareño muy simpático con el que en el trayecto del día anterior desde Imlil habíamos hecho muy buenas migas.
Con los ojos aún semi cerrados comenzamos la ascensión, pero pronto nuestras pupilas se abrirían como platos para contemplar un cielo completamente despejado repleto de estrellas. Un espectáculo visual que quedará en nuestras retinas por mucho tiempo.
La ascensión comenzaba de inmediato a nuestra salida con quizá uno de los tramos más exigentes. Un empedrado de grandes rocas que hizo que tuviéramos que echar mano a tierra para impulsarnos en más de una ocasión.
Puedo decir que, en mi caso, la subida fue “por sensaciones”. Durante las casi tres horas de trayecto pasé por varias fases. En la primera hora me sentía fuerte, Ismail nos llevaba a ritmo de “martillo pilón“, alto y constante. Íbamos dejando “cadáveres” por el camino, grupos de gente que nos abrían paso porque veníamos como una locomotora.
Llegados a un punto, en una zona de piedras poco estable, noté que mis piernas fallaban varias veces durante varios segundos, tambaleándome y sintiendo un sudor frío en la frente. Muchas cosas pasaron por mi cabeza; el mal de altura podía ser una posibilidad que contemplaba pero de la que siempre había renegado porque nunca lo había sufrido antes cuando he estado en alturas similares.
Aún quedaban alrededor de dos horas de subida y por mi mente pasó la posibilidad de no conseguirlo; “cuerpo, ¡no me abandones ahora!”, pensé.
Minutos después hicimos una parada. Jon enfocándome con su frontal me miró y me preguntó: “¿Estás bien? Estás pálido”. “Momento malo, noto algo raro”, respondí. Tomé aire y me dije a mi mismo que lo podía hacer. Quizá sólo fuera eso, un momento de fragilidad. “Jalah, jalah!” (¡Vamos, vamos!), dije con convencimiento.
Siguió un pequeño tramo que daba un respiro a la dureza del camino y me armé de fuerzas. Completamente concentrados, los tres seguíamos la ascensión a ritmo galera. Si fuera una carrera diría con orgullo que llegamos de los primeros, pero esto se trata de otra cosa. De un reto en el cual tienes que disfrutar y sufrir a partes iguales para llegar a tu objetivo sin importar en cuanto tiempo lo hagas.
Ya visualizábamos la cima. Parecía que sería cosa de minutos. El frío helador se empezaba a notar. Ismail nos instó a hacer otra parada a unos 200 metros del pico.
Aún quedaba alrededor de una hora para el amanecer y teníamos que esperar para llegar en el momento exacto. Nos metimos entre dos piedras para salvaguardarnos del viento y, mientras, él se encendía un cigarro. Jon y yo nos miramos con cara de extrañeza porque los dos sentíamos que si teníamos que esperar una hora allí podría darnos una hipotermia.
Estábamos completamente sudados y el frío nos estaba matando. Casi sin dejarle acabar el pitillo, le dijimos que deberíamos movernos, el frío nos estaba entrando hasta las entrañas. Él nos miró con sonrisa pícara y dió su aprobación, avanzaríamos despacio hasta el final tratando de llegar cuando el sol empezase a aparecer.
Como he dicho al comienzo, fue una subida por sensaciones y el tramo final, como era de prever, picaba hacia arriba. Fue entonces cuando mi cuerpo se puso en modo “zombi”, mis piernas avanzaban y mi mente estaba completamente en blanco, solo un pensamiento: llegar.
Fueron unos 20 minutos largos y tediosos pero el objetivo estaba a escasos metros. Con terquedad y determinación iba a conseguirlo. Sólo unos pasos más.
El cielo se tornaba de un color entre rosáceo y anaranjado, iba llegando la hora y nosotros estábamos allí para contemplar uno de los amaneceres más espectaculares que hayamos visto. Tocamos la señal de hierro con forma de triángulo que indica la llegada. Nos fundimos en un fuerte abrazo, silencioso pero con un gran significado. Objetivo cumplido.
Era el momento de buscar nuestro sitio de privilegio para ver como el sol se abría paso en el horizonte. Como si del telón de un teatro se tratase fue mostrándonos aquel majestuoso e inmenso paraje. Toda una panorámica del Atlas desde su punto más alto.
Texto de Aritz Franko
Fotografías de Aritz Franko y Jon Martín // @zepekenho7 @jonmartinr