SVARTISEN

José Mijares // @josemijares_norway

Cruzar el Svartisen era un viejo sueño, otro más de una lista insaciable. Una de esas listas que un día te da por pasar al papel y no te sorprenden los viajes que te quedan, sino el momento que te creíste inmortal. Por suerte, la travesía del Svartisen pasó de la categoría de los suenos y se hizo realidad. Mi relato es el recuerdo de aquellos días.

Travesía del Glaciar Svartisen

Pasé meses mirando los mapas, anotando en los márgenes, haciendo sumas y restas, tratando de pintar una ruta que se me resistía al principio una y otra vez. Hasta el día que vi una línea más o menos factible y decidí ponerle fecha. Encontrar el mapa del tesoro no me hubiera hecho tan feliz, ahora sólo tenía que sacar la pala y ponerme a cavar.

La ruta se resistió porque no me valía cruzar el Svartisen de cualquier manera, ni seguir las huellas de nadie. Quería que el cruce de Svartisen fuera genuino. Además no se trataba sólo de cruzar el glaciar, que se ha cruzado 100 veces. El viaje empezaba y terminaba lejos del glaciar. El glaciar era sólo la parte central del viaje, el que daba nombre a la aventura. La excusa.

La travesía al Svartisen lo tenía todo. Había que remar fiordos, había que esquiar dos glaciares y había que remar un río del que no teníamos información. También habían empinadas entradas y salidas del glaciar que nadie supo decirme en qué condiciones estaban. Y había, sobre todo, incertidumbre; aventura de verdad.

El glaciar era el plato principal de la ruta, pero para llegar y salir del hielo teníamos que remar fiordos, pasar la corriente marina más importante del mundo (Salstraumen), esquiar por valles solitarios rodeados de fauna salvaje y, sobre todo, había que disfrutarlo.

El Svartisen es el glaciar más importante de Laponia, el segundo más grande de Noruega. Dos grandes pedazos de hielo con más de 350 kilómetros cuadrados. El glaciar arranca desde el nivel del mar y todo él está por encima del Círculo Polar Ártico, situado en un Parque Nacional enorme. Tiene, además, una característica muy especial: está dividido en dos calotas; lo que significa que para cruzarlo completamente has de subir y bajar a dos glaciares distintos y ganar 1000 metros de desnivel cada vez. Una de las noches acampamos precisamente en el valle que separa las dos calotas glaciares. Un lugar mágico. A veces abro el mapa y miro ese valle entre dos hielos donde acampamos y siento nostalgia.

Pero empecemos por el principio. Al norte del glaciar Svartisen hay una ciudad llamada Bødo y al sur otra ciudad llamada Mo I Rana. Svartisen queda más o menos entre ambas ciudades. Para llegar al glaciar desde el norte hay mucha mar y mucha nieve en los valles. Para salir desde el sur hasta Moi rana hay bosques nevados y un corto río encañonado apenas navegable.

El compañero para este viaje era mi amigo Hilo Moreno. Hemos viajado tanto que necesitamos pocas palabras para comunicarnos, una mirada y está todo dicho. Las palabras quedan para cuando de verdad hace falta, casi siempre al atardecer, con una sopa en las manos, hablando de los miles de viajes que nos gustaría hacer y de los libros que nos han cambiado la mirada del mundo.

En marcha. Packrafts en el mar

La fecha para tener éxito en esta travesía es crucial. Teníamos que encontrar suficiente nieve para avanzar con esquís desde la orilla del mar. Teníamos que encontrar el río descongelado y necesitábamos 20 horas de luz diaria. El mar no se hiela nunca en esta costa a estas latitudes.

Sólo hay una fecha posible para encontrar esas condiciones: la última semana de abril y la primera semana de mayo. Antes o después es o demasiado temprano o demasiado tarde. No digo que la travesía no sea factible en febrero, por ejemplo, pero no sería tan perfecta como la primera semana de mayo.

Hilo y yo nos encontramos en Bodø a finales de abril. Yo llegaba unas pocas horas antes que él y me dedicaba a dar vueltas por una ciudad que hacía años no visitaba y que me sorprendió para bien. Me alojé en un hotel del centro y allí esperé a que llegara Hilo. Por la noche fuimos a tomar unas cervezas a “Capitán Larsen” que es la típica gatera que imaginas se ha de poner de bote en bote un sábado, pero acabas agradecido de estar allí entre semana evitando tentaciones.

Al día siguiente cuando le pedimos al taxista que nos dejara a las afueras de la ciudad junto al mar, no entendía muy bien para qué servía llevar una mochila con esquíes y remos. “O remas o esquías”, debía pensar el paisano. Y no fue el único que pensó lo mismo. Cómo no veían el packraft, que deshinchado ocupa lo que una esterilla y pasa desapercibido, alguno pensó que estábamos perdidos.

Navegar en el mar con packraft era nuevo para Hilo y para mi en aquel entonces y, desde luego, no estábamos dispuestos a cruzar el fiordo de Bodø, de más de 4 kilómetros de ancho, así por las buenas para empezar.

Escribo estas líneas seis años más tarde después de haber remado mucha mar y muchos fiordos Patagónicos y Noruegos. Cruces cómo el del fiordo de Bodø hoy los haría a derecho pero entonces éramos mucho más inexpertos y lo hicimos con mucha cautela, dando la vuelta a todo el fiordo.

Cuatro días remando por los fiordos nos costó llegar hasta donde se acababa el mar. Allí deshinchamos los packrafts y comenzamos a esquiar hasta el glaciar a través de un parque nacional que disponía de alguna cabaña.

Llevamos también una livianísima tienda para acampar, de apenas medio kilo, sacos de dormir de verano y un quemador de gas. Abrigo el justo y la comida pesada al gramo, tanto que llegamos casi sin comida al fin de la ruta y deseando encontrar comida de fortuna en alguna de las cabañas. Alguna noche eché de menos un saco con más relleno.

El glaciar. Packrafts como pulkas

Cargados como burros dejamos el mar a la espalda y nos internamos por valles nevados rumbo al glaciar. Recorrimos los primeros 13 kilómetros con 500 metros de desnivel positivo hasta una cabaña de lujo y allí nos quedamos.

Al día siguiente pusimos en marcha el plan que teníamos en mente: hinchar los packrafts y usarlos como pulkas, sólo para cargar en ellos los útiles de navegación como los chalecos, los remos y el kit de reparaciones. Parece poco, pero le quitas 5/6 kilos a la mochila.

Salimos del refugio-cabaña en un día soleado, dispuestos a comernos el mundo, aunque nos comimos mucho menos. Llegamos hasta otro refugio al que le teníamos echado el ojo en el mapa y que resultó ser una mini-cabaña con dos camas, luz eléctrica, cafetera y radio. Esa cabaña era un puesto para los operarios que vigilan una presa y que se podía usar libremente. Ellos sólo iban allí a descansar y a beber café.

Desde la cabaña en la presa hasta el Svartisen teníamos que cruzar un gran lago helado y subir una lengua glaciar que da acceso al plateau. Sabíamos que era la vía normal de acceso al hielo. La lengua glaciar tenía unas buenas rampas, muchos kilómetros de subida y un largo llaneo por delante hasta la mítica cabaña de Tåkeheimen, hasta donde llegué, por cierto, con mis últimas fuerzas.

Tåkeheimen es uno de los nidos de águila más bonitos que he visto en mi vida. Las vistas sobre el Fiordo de los Holandeses es impresionante. Al día siguiente, salimos del refugio y fuimos avanzando por la llanura del glaciar con niebla y viento hasta la lengua glaciar de salida, que intuíamos podría bajarnos sin complicaciones y dejarnos en el valle entre glaciares. La lengua de bajada fue perfecta, la esquiamos entera hasta el final.

El lugar escogido para acampar entre la parte oriental y occidental del Svartisen proporcionaba una inmejorable vista de la rampa enorme que debíamos acometer al día siguiente, casi al límite de lo esquiable con pulka.

La calota oriental que teníamos por delante está mucho menos transitada, es más rocosa y alpina. Después de cruzarla durante un día entero, al final de la tarde, ya con las últimas luces, encaramos el Fingerbreen: la mejor salida del glaciar que habíamos visto en el mapa. Sobre el terreno resultó ser inmejorable. Nos deslizamos esquiando más de 6 kilómetros cuesta abajo con una inclinación casi perfecta, parecía una pista de esquí. Sólo al final aparecieron algunas grietas y seracs. Fuera del glaciar acampamos sobre un lago helado rodeado de montañas y los bosques cercanos.

De vuelta a los bosques

Volvimos a los bosques el décimo día de travesía. El glaciar quedaba a nuestra espalda dominando el paisaje con un sol que quemaba la piel. Sabíamos de una cabaña en el camino y esperábamos alcanzarla al atardecer. Estábamos tiesos de provisiones y hambrientos.

Nuestras plegarias fueron atendidas y en Blakadalashytta nos dimos un verdadero festín a base de mantequilla, mermelada caducada y galletas duras como piedras.

Al día siguiente la idea era llegar hasta el río que habíamos visto en el mapa y salir remando por él. Así pues, nos lanzamos esquiando ladera abajo en busca de ese río, esquivando árboles. Tuvimos que afinar mucho para no acabar estampados en alguno de ellos. Al final de esa gloriosa bajada estaba el río, abierto y llamándonos, ¡Qué lugar más bello! ¡Qué salvaje! Qué sorpresa más encantadora y qué buen río parecía. Era un día soleado y casi templado. Enseguida hinchamos los packrafts, nos pusimos los trajes secos y nos metimos a remar por un río que mucho antes de lo deseado empezó a encañonarse hasta convertirse en un riachuelo innavegable. Sacamos los barcos del agua y volvimos al bosque, remontando una ladera empinada de nieve hasta un camino nevado entre árboles que prometía llegar al mismo sitio que el río.

Otra vez nos calzamos los esquíes y nos dejamos caer cuesta abajo por la senda del bosque hasta que dimos con la carretera que buscábamos, la cual marcaba el final de la ruta. Todo lo que había al final del camino eran un par de casas y la sensación abrupta de haber llegado de golpe a la civilización. Aunque mucha civilización no se veía por ninguna parte.

Pasada la euforia de ese gran final, la pregunta era cómo demonios íbamos a llegar a Mo I Rana, a 27 kilómetros, sin llamar a un taxi. Podríamos haber remado un río más grande que estaba allí mismo junto a la carretera, pero ya no tenía ningún encanto. Además andábamos con prisa, nuestro vuelo salía al día siguiente. Hilo desplegó todas sus habilidades y convenció a un tipo que pasaba por la carretera para que nos llevara en su pickup, al menos hasta el aeropuerto en la carretera principal, y a sólo 9 km de Mo I Rana. Me pareció un milagro que el tipo accediera a llevarnos. Nos acomodamos en la caja de la pickup como mercancía. Su perro nos miraba burlón desde los asientos traseros y a la altura del aeropuerto nos basculó sin piedad.

Hacer dedo era impensable y no quedó otra que pedir un taxi para llegar hasta el centro de Mo I Rana. El resto se harán ustedes a la idea: hotel, hamburguesa, cerveza y noche de insomnio como es costumbre al volver a pillar cama, colchón y calor.

Texto, fotografías y vídeo de José Mijares // @josemijares_norway